Mi madre cayó en el cliché más repetido en cuanto a regalos se refiere: comprar perfume para mi padre en Reyes. Aquella misma tarde fuimos directas a una tienda de fragancias famosa en la ciudad.
La joven dependienta, que nos atendió, nos ofreció varios perfumes para oler. Cogí uno de aquellos papeles blancos alargados. Cuando inhalé, instantáneamente cerré los ojos. A punto estuve de desmayarme. En milisegundos me encontraba oliendo, entre mis manos, un jersey suyo. O sus calzones guardados en la mesilla. O su cuello terso mientras le besaba.
El aroma era ensordecedor y cegador. No escuchaba ni veía otra persona que no fuese Él riendo, Él besándome o mi sonrisa al llegar a casa y que mis prendas oliesen a Él. Lo volví a oler, siguiendo a la masoquista que llevo dentro. La fragancia era todavía más intensa y real. Me pregunté, entonces, cómo había vivido tantos meses sin aquel aroma a casa. Casi quise llorar y montar una pataleta, pero escondí a mi niña interior a tiempo.
No voy a negar que guardé la muestra. La olí una decena de veces más. Y la tiré. Sin volver a olfatearla por última vez antes de verter el papel en la basura. Y olvidé. Aquello me llevaba a un tiempo pasado que no fue mejor.