Entre las rocas vi a una joven morena y chiquitita asentándose en una roca a orillas del mar. Sobresaltada, se levantó elevando las manos hacia arriba en un intento de alejarse del agua que emanaba del mar. Una ola había roto con fuerza sobre la roca en la que se había sentado. Vi cómo intentaba secar el teléfono que tenía entre las manos con alguna parte de su cuerpo que no estuviese mojada. Se miraba las manos, los muslos y la ropa de baño. No tenía nada con qué secar el teléfono, así que lo dejó lejos del mar a la espera de que la brisa y el calor lo secasen por ella.
Indiferente, volvió a la roca y se sentó de nuevo a hacer su cometido: escuchar el mar de cerca, contemplar las olas rompiendo a su paso y respirar vida en aquel lugar apartado de la gente. Solo hacía falta mirarla para saber que admiraba el mar. Miró al horizonte y se encontró con mi mirada desde la otra orilla, a unas cuantas rocas de distancia.
Miró de nuevo al frente, pero mi mirada se clavó en ella. Mis amigos comenzaron a caminar en la dirección contraria. Me alejé dándole la espada a aquella mujer. Me volví para mirarla una vez más y me miró. Casi me reí al observar que estaba atenta a lo que ocurría a su alrededor.
Su búsqueda de intimidad me generó curiosidad. Parecía misteriosa, aparte de guapa. No la conocía, pero le hubiese preguntado qué escribía en su teléfono o qué respuestas buscaba en aquel lugar. No volví a mirar atrás, pero tenía su imagen grabada en mis pupilas. Su biquini negro con lunares blancos, su melena surfeando la brisa del mar y su mirada atenta bajo unas gafas de sol. No volví a mirar atrás, pero varias noches soñé con la Gata del Cabo